Una pucha
de soles para Dolores Castro en sus noventa
Por Carmen Suárez León
En los ficheros de la Biblioteca Nacional de Cuba
José Martí, y como donación del poeta cubano Cintio Vitier, existe un ejemplar
del poemario Soles, de Dolores Castro, poeta mexicana, con la siguiente
dedicatoria de su puño y letra: “Para Fina García Marruz y Cintio Vitier con el
recuerdo de su magnífica poesía y alegrándome de que estén en la Cuba de hoy” y
a continuación, después de su firma se leía esta precisión interrogativa: “¿Recuerdan
la revista Poesía de América? De ahí soy.” Aunque la dedicatoria no
presenta una fecha, el poemario Soles se publicó en 1977, el mismo año en que la Sala Martí de la Biblioteca Nacional, al frente
de la cual oficiaban Cintio y Fina, se extinguió para fundar el Centro de
Estudios Martianos, debe ser entonces fecha muy probable de este regalo y
presumible encuentro ya que allí quedaron en calidad de donación libros
reunidos por ellos en sus largos años de trabajo en esa institución.
Y en este año de 2013 celebran sus noventa años
tanto la mexicana Dolores Castro como la cubana Fina
García Marruz, dos cumbres de la poesía en lengua española, de modo que,
de esta conjunción que el azar
concurrente del que hablaba Lezama me regala, nacen estas señales de saludo y
celebración que hago desde La
Habana.
Como sabemos todo poeta domina un espacio y crea un
universo con sus palabras, y en su cuerpo poético lo que nos presenta es algo
vivo, donde hacemos la experiencia de un saber único, el de la criatura y su
espacio-tiempo vivido. Toda una
mañana habanera, luminosa y
fresca, consumí en la lectura de
Soles, y fue una experiencia
mexicana tan intensa, que el sentimiento de lo leído me traía con una fuerza
que arrollaba el paisaje inmediato, mi costumbre cubana, y me sumergía en esa
espiritualidad tan particular, tan diversa y tan una al mismo tiempo que se
experimenta en el ámbito de la mexicanidad, en su enorme continentalidad
sincrética, que lo atraviesa todo, tanto lo material como lo inmaterial, con una
tremolación idéntica en cada fragmento.
Soles es un ramillete de conjuros rituales sobre una realidad dolorosa y
querida, con los que la autora reflexiona sobre su(s) mundo(s) y está dividido
en cinco ramitos: Furtivo Paso, Nocturno, Y mudos ante el árido paisaje,
Estructuras y Soles. Un poema
sirve de entrada a todos los segmentos:
Cómo arden, arden
mientras van a morir atravesadas
las palabras.
Leñosas o verdes palabras.
Bajo su toca negra se enjaezan
con los mil tonos de la lumbre.
Y yo las lanzo a su destino;
en su rescoldo brillen.
Su materia es la palabra y a manera de dardos
luminosos las lanzará hacia un destino presumible en el que brillarán. Siempre
se tratará de luz y de tinieblas, de ciclos o soles a la manera de las grandes
religiones azteca o maya y cada
verso es intento de conocimiento, de comprensión y crítica de círculos diversos
dentro de los que desenvuelve su existencia.
Somos el accidente:
el equilibrio
de una garza en el viento:
somos el viento. (“Somos”.)
Y los cuatro elementos: aire, tierra, agua y fuego campean en los versos como
asociados a la luz y a las tinieblas, como bien y como mal, y siempre
conformando más preguntas que respuestas: “Y sin embargo, noche, / tú debes
tener otra respuesta: / no sé si sean muchas respuestas” (“Noche”). Todo el
mundo natural es interrogado, en un tanteo primordial en busca de certidumbres.
Es un mundo plural, pensado siempre entre lo uno y lo diverso, como mundo donde
el mestizaje y el cruzamiento de culturas rige la vida.
Esa reflexión de corte existencial, muy abstracta,
se fija concretamente en versos áridos, salidos de los días sangrientos de la
matanza de Tlatelolco en 1968, donde un bestiario de “rumiantes”, “camaleones
de raza”, “mansísimos corderos”,
remata en una crítica ácida a los intelectuales:
Mientras tú trabajas
yo pienso por ti.
Y si tú sufres
yo sufro por ti.
Y si tu comes
yo ya comí.
Y si te matan
yo no morí. (“Intelectuales S.A.”)
O de versos que duelen, como los que se dedican a
la tortura: “Sólo se trata de colgarlos / y que hablen” o “… y duele / que esto / ya no le duela / a nadie”.
(“Tríptico”.)
Sigue una meditación sobre pirámides enterradas, y
ojos que emparedan, como si el mundo todo se hundiera en una cerrazón
inapelable:
Ojos fijos, duros, almendrados,
de párpados que alzan
recios muros, pirámides
cada vez más profundas
hacia abajo. (“Estructuras”)
Y se cierra el poemario con el manojo de versos titulado “Soles”,
que le da título al poemario, donde la idea de un diluvio, de un anegamiento,
purificador tal vez, ya expresada antes ―”Si de una vez nos
arrastrara el agua / con todo y todo”―, se despliega en una “enagua azul” de viento y agua, en un vuelo que viene a ser un lento
paso en que todos los elementos participan para afirmar que,
Y el señor de la noche fue vencido
por la primera estrella
y el silencio
por la palabra
y el miedo
por los primeros pasos
fuera
de las murallas. (“Peregrinaciones”.)
Aunque el último poema será también una invocación
interrogante construida con un ubi sunt
bien clásico y que es lanzada esta vez a los niños muertos y a los adultos
muertos, apegándose con humildad a la tradición que celebra la muerte los días
primero y dos de noviembre en México, en la que se abrazan con abrazo mortal y
eterno los soles del invandido y
los del invasor: “¿Adónde tanto, tanto, tanto sueño”.
En sus noventa, pues, soles, soles cubanos para la poeta mexicana Dolores Castro.
© Carmen Suárez León